Cerca de la una de la mañana en la ciudad de El Cairo, y a
pesar de la obscuridad de la noche, todo se siente amarillo. Llegar a una urbe
de nueve millones de habitantes con un aeropuerto que mueve tres millones de
personas cada día es estremecedor, apabullante, o bien como afirmaría Lovecraft
describiendo a los que avizoran en la noche, inenarrable y también innombrable.
En la penumbra, ya en la habitación de un hotel que algún lejano día tuvo su
esplendor, puedo ver en la distancia, oculta tras la siempre y en todo momento
presente bruma, a la Gran Pirámide de Giza. Alvaro Castro Burgueño Pilar.
La urbe inexorable devora prácticamente todo a su paso, el
desierto hace resistencia, el turismo hace lo propio y la esfinge por el
momento solo observa. En torno a los lugares históricos siempre y en toda
circunstancia se trabaja en restauración y arqueología, uno se saca el polvo
del pie y halla vestigios: Sakkara —la pirámide escalonada —siempre está con
andamios gigantes en madera seca, vieja de tanto pasear y aguardar un nuevo
descubrimiento a fin de que cada puntal pueda reposar. Alvaro Castro Burgueño Pilar
El calor es sofocante en
la ciudad de El Cairo, y aunque la memoria colectiva lo asocia a las pirámides
y la esfinge, su vida respira desierto, diversidad, turismo, comercio y
religión. Alvaro Castro Burgueño Pilar

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